A sus 62 años, Isabel Levio, mujer mapuche de Ranquilco Alto, ha convertido su
herencia cultural en un emprendimiento que lleva el sabor del sur de Chile a
distintos rincones del país e incluso más allá de sus fronteras. Se trata de
Kelümilla, marca de merkén y otros productos artesanales cultivados y elaborados
en su propio campo.
Nacida
y criada en el campo, decidió recuperar la tradición de su madre. “No quería
opiniones suaves de la familia. Repartía degustaciones a personas que no
conocía y les pedía que fueran críticas para poder mejorar”, recuerda.
Kelümilla
significa “oro rojo”, y para ella no es solo un producto: es
identidad. “Escogí el merkén pensando como mapuche, en lo que representa. Me
permite trabajar en mi casa, en mi tierra y vivir de lo que amo”, explica.
Comenzó
en 2014 con apenas 300 plantas de ají. Un año después ya tenía 1.500, y así,
con cada temporada, fue aumentando su producción. Poco a poco se fue abriendo
en ferias y tiendas. “Mi merkén es único, del campo a la mesa, sin químicos
y con ahumado de tres meses. Si quiere, compare con otros, pero el mío tiene
color, aroma y sabor que vienen de la tierra”, afirma con orgullo.
Su
producción alcanza un mínimo de 500 kilos al año, con un proceso artesanal que
comienza en marzo con la cosecha y culmina recién en septiembre, tras un
prolongado ahumado con leña de aromo. Además del merkén, cultiva y vende maqui,
miel, café de trigo y pimienta de canelo, todos productos propios de su predio.
¿Cómo
elabora el Merkén?
Isabel
usa misma receta que todos tienen, pero todos compran el ají, y yo en
cambio, cultivo desde la semilla, nada de químicos, todo natural, directo del
campo a la mesa. “Este año me quedé sin stock. Cosecho mis ajís en marzo, y
para poder hacer el merkén ahumado, lo tengo que dejar ahumando, mínimo 3
meses. Tengo una producción de al menos 500 kilos al año.
Su
espíritu emprendedor la llevó, en 2014, a representar a su pueblo en un
encuentro empresarial, donde habló de su “locura” de querer que su merkén
viajara por el mundo. Aquella intervención le valió una invitación a Estados
Unidos para conocer otros emprendimientos. “No me gustó mucho, todo era
tecnología y yo solo tenía 1.500 plantas. Pero aprendí a ver lo negativo para
transformarlo en positivo. Hoy tengo riego automático”, relata.
En
su campo trabajan cinco personas, repartiendo las labores entre cultivo,
cuidado de animales y limpieza del ají. Todo el proceso es local y familiar.